Así prepara (y corrige) Cambridge sus exámenes de inglés.

El secreto mejor guardado de Cambridge se custodia bajo estrictas medidas de seguridad. Un cartel a la entrada indica que los teléfonos y las cámaras no están permitidos si se quiere acceder al complejo en el que se imprimen y desde el que se distribuyen los exámenes que, cada año, sirven a alumnos de todo el mundo para certificar su nivel de inglés. Son el First, el Advanced, el Proficiency… los títulos que otorga la Universidad de Cambridge. Las copias descansan a buen recaudo en cajas apiladas en palés, marcadas con etiquetas de «material confidencial», a la espera de la fecha de la próxima prueba. Y mientras los estudiantes se preparan para conseguir su título, expertos en la enseñanza y la evaluación del inglés se afanan en la elaboración de estas pruebas, las más populares en España a la hora de demostrar que se sabe hablar inglés: diseñar cada examen exige dos años de meticulosa investigación y revisiones infinitas.

El proceso requiere encajar las diferentes preguntas del examen como si fueran las piezas de un puzle para así lograr que en menos de cuatro horas y en una situación simulada, los candidatos puedan probar sin atisbo de duda que saben hablar, escribir, escuchar y leer en inglés al nivel que se requiere para cada título. «Ocurre lo mismo que en un examen de conducir: lo que nos muestres en ese periodo tan corto de tiempo es lo que podremos evaluar. No es una situación completamente realista, pero es lo más próximo a la realidad que se puede conseguir», asegura Marian Dawson, una de las responsables de los exámenes en Cambridge Assessment English, el departamento dependiente de la Universidad de Cambridge encargado de estas certificaciones.

Aunque hay pruebas para los alumnos principiantes, las más conocidas son las que evalúan a los estudiantes de nivel medio y avanzado: First (B2), Advanced (C1) y Proficiency (C2). Los exámenes se estructuran en cuatro partes, con varias tareas y preguntas en cada una, que miden esas cuatro habilidades —hablar, escribir, escuchar y leer— básicas en el uso de cualquier idioma. Aprobarlos exige saber inglés, pero también familiarizarse con la estructura de la prueba y conocer de antemano qué se pide. El proceso para diseñar los exámenes comienza siempre en el mismo punto: con la redacción de las preguntas a las que se enfrentarán los 5,5 millones de alumnos que se presentan cada año.

Un ejército de expertos en la enseñanza del inglés, especialmente entrenados, se encargan de esta tarea. Pero su experiencia y su conocimiento no son suficientes. En unas pruebas que se realizan en 130 países y varias veces a lo largo del año (siempre con exámenes diferentes), el reto es asegurar que todas las evaluaciones se ajusten a un mismo estándar. «Los temas varían de prueba a prueba, pero el examen debe ser siempre el mismo», explica Dawson, que ha sido profesora de inglés en España durante más de 15 años. «Para ello utilizamos unas guías muy específicas sobre el tipo de preguntas y tareas que se piden, su longitud, el estilo, qué palabras y qué estructuras hay que evaluar en cada parte…».

Las preguntas, una vez redactadas, tienen que superar una ronda de revisiones que se estira durante meses. De hecho, el equipo de Cambridge se encuentra ahora preparando lo que serán los exámenes de 2020. En este punto, los materiales que han preparado los expertos pasan por una fase previa a la edición y por la propia edición. El objetivo es asegurarse de que las preguntas se ajustan a las guías y que son apropiadas para el nivel que se está evaluando.

En la ronda de revisiones también se redactan lo que los responsables del examen creen que serán las respuestas de los candidatos. Para ello, cuentan con una base de datos con más de 55 millones de palabras que recogen las respuestas de los alumnos a evaluaciones anteriores y que, combinadas con un algoritmo, permiten predecir cómo se comportará una determinada pregunta en el examen. Es posible, incluso, anticipar qué dirán los candidatos en la parte del writing y del speaking: «No palabra por palabra, pero sí qué estructuras y qué vocabulario deben usar los alumnos que están en ese nivel», señala Dawson.  Este corpus lingüístico sirve también para profesores y alumnos en la fase de aprendizaje, pues refleja los errores más comunes por país y lengua nativa. En España, por ejemplo, las faltas de ortografía más habituales son escribir wich (en lugar de which, cuál), becouse (because, porque) y confortable (comfortable, cómodo).

A pesar de las innumerables revisiones, ninguna pregunta se llega a utilizar en un examen sin antes haberla probado con alumnos reales. Cambridge realiza lo que denominan pre-testings, simulacros de examen con candidatos que se están preparando para la prueba, para comprobar que los materiales rinden de la forma esperada. Con las preguntas, las revisiones, las validaciones e incluso las posibles respuestas redactadas, el equipo de Cambridge tiene ya todas las piezas listas para completar su puzle.

Ni muy fácil ni muy difícil

Los materiales se combinan cada vez de forma diferente para ir moldeando la prueba. El principal riesgo es confeccionar un examen demasiado fácil o demasiado difícil. Los niveles del Marco Común Europeo de Referencia para las lenguas, que se utilizan para medir las destrezas hablando inglés o cualquier otro idioma, funcionan como paraguas o abanicos que engloban situaciones similares pero con diferencias entre sí, y no como cajones en los que solo caben alumnos con idénticas habilidades. «Cada examen se corresponde con un nivel, pero dentro de esa banda de nivel no puede ser que todas las tareas y preguntas estén en la parte baja o en la media. Tampoco sirve introducir algunas preguntas de dificultad alta para equilibrar», explica Dawson. «Si haces eso, todo el mundo responderá correctamente las preguntas de nivel más bajo, mientras que solo los mejores candidatos podrán superar las más difíciles. No queremos eso. Lo que queremos es que todo el mundo tenga opciones para interactuar con el examen».

Los exámenes de Cambridge poco tienen que ver hoy con la primera prueba de inglés que realizó la universidad. Fue en 1913, duró 12 horas, se presentaron solo tres candidatos y se exigía un nivel Proficiency. Desde entonces, todo ha ido en aumento: los niveles, los tipos de examen, el número de alumnos, las tasas para examinarse (rondan los 200 euros) y la popularidad de las pruebas. Cambridge asegura que más de 20.000 organizaciones, públicas y privadas, reconocen sus títulos. En España, uno de sus principales mercados, son unas 600. «El nivel en España no es tan malo como los españoles dicen de sí mismos», asegura Sue Trory, responsable de la rama de educación universitaria y para adultos. «Viví 10 años allí y llevo otros 10 fuera, cada vez que vuelvo noto un cambio radical. Los estudiantes ya no tienen miedo de cometer errores como antes, y van más sueltos. Así es como se aprende».

Si el examen se ha transformado por completo en su primer siglo de vida, también lo ha hecho la tecnología con la que se diseña. Hoy, todo el proceso se mide paso a paso y se desarrolla bajo fuertes medidas de seguridad, visibles sobre todo en el centro de impresión y distribución que la universidad tiene a las afueras de Cambridge. Allí es donde se reciben, en papel y dentro de maletines negros, los nuevos exámenes. Allí es también donde se digitalizan y se imprimen, cinco semanas antes de la fecha de la prueba. Cuatro máquinas, que funcionan las 24 horas en los períodos pico, son capaces de producir 11.000 copias por minuto: 35 millones de exámenes al año (incluyendo otro tipo de pruebas, de otras materias, que también realiza Cambridge).

Los carteles de «material confidencial» se suceden en la zona de impresión y en el almacén, en puertas, paredes e incluso en las papeleras. También en las cajas en las que se empaquetan las copias de los exámenes, listas para enviarse a sus países de destino. De Ecuador a Malasia y de ahí a Brasil. Cada centro examinador (hay más de 2.800 en el mundo, 500 en España) recibe solo el número de copias equivalente a la cifra de alumnos que se hayan registrado para examinarse.

Una vez hecha la prueba, las copias ya completadas se devuelven a este mismo centro para su corrección. Una sala contigua al almacén, con ocho grandes mesas y capacidad para 50 examinadores, aguarda las respuestas de los candidatos. Lo habitual es, sin embargo, que los 20.000 examinadores de Cambridge corrijan en sus casas (nunca en lugares públicos por motivos de seguridad). Las copias se escanean y, mediante un procedimiento seguro, se envían a los correctores. Los exámenes se asignan de forma aleatoria y los correctores solo evalúan partes, nunca el test entero. Este método, aseguran, permite detectar posibles errores. Como Cambridge ya ha calculado el rendimiento de las preguntas, cualquier desviación puede indicar, por ejemplo, que algún corrector está errando o incluso que algún candidato ha hecho trampas.

Mientras este proceso, en el que el papel y el componente físico mandan, se repite examen tras examen, otro equipo trabaja con lo digital y con el futuro en mente. «Puede que en 20 años, un grupo de alumnos sentados en un aula y haciendo un examen en papel no sea la única forma de evaluar», apunta Tom Booth, responsable de contenidos digitales. El desafío más inmediato de su equipo es encontrar fórmulas para enriquecer la información que los candidatos reciben tras realizar la prueba: «La gente paga mucho dinero por examinarse y luego recibe una nota, pero muchos quieren más información: nos piden que les digamos no solo en qué punto están, sino también en qué se han equivocado y qué pueden hacer para llegar al nivel en el que les gustaría estar», añade Booth.

Sobre todo este complicado puzle que supone evaluar el nivel de inglés de millones de alumnos en todo el mundo, sobrevuela una pregunta recurrente: ¿se aprende más o menos con los títulos oficiales? ¿Realmente sirven para algo o son un ejemplo más de titulitis? El mantra que se repite en Cambridge es que sus exámenes actúan como palanca de aprendizaje y como fórmula para dosificar el estudio del inglés, de forma que sea una tarea asumible y no un imposible. Sue Trory compara el proceso con el de encaramarse a un árbol: «Es un camino largo y difícil. La gente necesita exámenes para motivarse, para saber cómo van y para que el árbol no sea tan grande. Si lo cortas en trozos, puedes progresar más y mejor». Marian Dawson añade: «El certificado da una idea muy precisa de lo que una persona es capaz de hacer. Es una herramienta para que autoridades, universidades y empresas puedan ver lo que un profesional es capaz de hacer. No hay que desechar el poder y el alcance de esto».

LA HABILIDAD MÁS COMPLICADA DE EVALUAR

Leer, hablar, escribir y escuchar. Dominar un idioma implica desenvolverse en esos cuatro campos. Pero si algunos son más difíciles de aprender, ¿ocurre lo mismo con la evaluación? «No sabría decir qué destrezas es más complicada de evaluar», admite Marian Dawson, de Cambridge Assessment English. «Todas son difíciles de medir porque ninguna se produce de forma aislada, ni en el mundo real ni en un examen». Lo que la experta sí tiene claro es que el writing y el speaking son más complejos de corregir porque llevan más tiempo: «Son tareas en las que candidatos no responden a o b. Hay muchas formas de decir una misma cosa».

Cambridge prueba también otras formas de evaluar el inglés. El próximo 13 de noviembre lanzará en España Linguaskill, un test multinivel online que, al estilo de otras pruebas como el TOEFL o el IELTS, no se aprueba o se suspende, sino que indica el nivel de inglés de quien se examina.